domingo, 11 de octubre de 2009

Diario de viaje. 4: Paseo por la frontera entre Flores y Caballito

El barrio de Flores que yo recorrí, justo el que abarca su enlace con el de Caballito, es una zona tranquila; una cuadrícula de calles largas, como lo son todas o casi todas en Buenos Aires; de esas donde llegas a escuchar tus pasos. Esta calma sólo se rompe al llegar a las grandes avenidas que las cruzan: Gaona, Díaz Vélez, Rivadavia... Pero mientras se callejea no parece que Flores o Caballito pertenezcan a esa misma ciudad que bulle frenética y ruidosa en el microcentro todos los días de la semana a casi cualquier hora.

Neuquén, Terrero, Lamas, Franklin, Planes, Bacacay o Bogotá, la plaza de Irlanda, la Plaza de Flores, incluso la avenida Boyacá, decreciendo hasta Rivadavia donde vuelve a crecer convertida ahora en Carabobo, antes de cruzar las vías, y a media mañana o pasadas las 9 de la noche, es una calle tranquila que, de alguna manera, aún forma parte de San José de Flores, el municipio que fue originalmente antes de que la ciudad de Buenos Aires lo engullera, convirtiéndolo en barrio.

Roger y Pep me ayudaron a reconocer edificios de arquitectura racionalista y art decó, casas chorizo y de planta neo-colonial, y alguna que otra construcción de estilo inglés en estas calles de veredas estrechas, pobladas de socavones y residuos orgánicos caninos; lo que hace que —y no es mi pretensión hacer ningún tipo de crítica sobre este respecto sino una observación objetiva— si se quiere pasear y observar la ciudad al mismo tiempo debe ejercitarse el arte de mirar de arriba a abajo y viceversa intermitentemente, para no sufrir un desafortunado paso sobre blando o una torcedura de tobillo. Y dado que mi principal objetivo en este viaje era conocer la ciudad al máximo y no hacer un análisis comparativo centrado en sus carencias, mi habilidad en la mirada se acrecentó y este entrenamiento ya no me lo quita nadie.

El 25 de agosto, la víspera de mi cumpleaños, me lancé a la calle sola a pasear Flores y al regresar a casa me di cuenta que no había paseado por Flores sino por la frontera que separa éste de Caballito. Inicié el camino en la Avenida Boyacá en dirección a Rivadavia y de ahí me dirigí hacia la plaza de Flores haciendo una parada previa en El Clavel, un café con pecera cuyo espacio para fumadores supera en más del doble al espacio para no fumadores. No es un local de los más baratos, pero es agradable y tiene un enorme ventanal a la avenida Rivadavia que permite observar el ir y venir de la gente, el paso de autos, colectivos y taxis, contemplar el bullicio de la calle desde un palco privilegiado y, en contraste, tremendamente tranquilo. Cortado en jarrito y jugo de naranja, con tres pastas para acompañar, junto a "Los problemas del Delta y otras aguafuertes" de Roberto Arlt (Ed. Embalse), el libro que decidí llevar conmigo aquel día.

Entré a la plaza desde Rivadavia, una de las avenidas más ruidosas y ajetreadas de la ciudad junto a las calles Corrientes, Córdoba o Florida, pero que, a diferencia de estas tres últimas, está poblada de habitantes bonaerenses, o afincados en la ciudad y sus alrededores, y no de turistas extranjeros, como ocurre en las otras tres. La avenida Rivadavia que he conocido (un fragmento minúsculo de una vía con más de 140 cuadras) es ensordecedora, llena de gente que viene y va, agobiante en el tráfico humano y rodado pero que, una vez la abandonas para introducirte en cualquiera de las calles que la atraviesan (al menos, insisto, en esta zona entre Flores y Caballito), el espacio se torna silencioso, y casi por arte de magia, desde el momento en que se entra a la plaza y a pesar de estar rozando la avenida, el ritmo cambia por completo. La gente descansaba allí, aquella calurosa mañana de agosto, sentada en los bancos o recostada en el césped, leyendo, conversando o simplemente retozando antes de regresar al trabajo. Al fondo, los padres y madres de familia esperaban que el viaje en carrusel ofrecido a sus vástagos tras salir del colegio acabara para recuperarlos e irse a almorzar. Tras unos minutos yo también emprendí la marcha, esta vez desandando el camino hacia Acoyte para visitar otro parque: el Parque Rivadavia.

El Parque Rivadavia es mayor que el de Flores, compuesto por caminitos por donde se puede pasear y practicar footing, con una veintena de puestos de música y libros a su entrada y con 3 mesas con banquitos al fondo, donde grupos de hombres juegan a las cartas y al dominó. Al entrar la sensación de cambio de lugar fue aún más espectacular de lo que lo había sido antes. Una vez cruzada la valla de entrada, de repente, pareció que se hacía el silencio. Es muy posible que aquello no fuera silencio y que continuara sonando el tráfico de la avenida, pero yo dejé de oírlo y todo se tornó calma. Los árboles que pueblan el parque —no me fijé en si siguen siendo eucaliptos, unos nuevos o aquellos mismos que mencionaba Arlt en su aguafuerte "Amor en el Parque Rivadavia", tal vez alguno de ustedes aclare esta duda— ofrecían su sombra a grupos de estudiantes, parejas de amantes y anónimos solitarios recostados en ellos. Madres con cochecitos paseaban a su bebe mientras conversaban con la amiga acompañante y algunos más practicaban footing. La mayoría de los bancos y asientos estaban ocupados, y al fondo, como comentaba antes, tres grupos de hombres practicaban juegos de mesa. Tras recorrer el parque decidí acercarme a la zona de juegos y sentarme en un banco libre a leer, escuchar e intentar empaparme del ritmo de un martes cualquiera, por la tarde, en la ciudad.

Eran tres los grupos de jugadores, que se relacionaban entre ellos, todos conocidos y por supuesto habituales de estos encuentros. En las dos mesas más alejadas se jugaba al dominó, mientras que en la del medio jugaban a las cartas. Yo me senté estratégicamente cerca de una de las mesas de dominó y los comentarios que fui escuchando provocaron que finalmente cerrara el libro y, sin delatarme demasiado, les prestara toda mi atención y buena parte de mis notas. Y es que la situación y los comentarios, como ocurre en cualquier casino de ancianos de cualquier pueblo de Valencia, tienen un tempo muy particular que siempre me ha parecido interesante, pero en este caso, aún tratándose de una situación parecida, la juventud de los protagonistas (casi todos menores de 50 años) despertó mi curiosidad.

Uno de los jugadores de dominó, bastante canchero y como si se tratara del portavoz del grupo de juegos, se ejercitaba como comentarista “a los berridos” del trascurso de la partida, dirigiendo sus comentarios hacia otro jugador llamado Jorge, también de dominó, pero sentado a la otra mesa, la más alejada, que con cierta profundidad y sin ningún aspaviento (lo cual le daba mayor enjundia y presencia), se dedicaba a recibir las demandas del primero y asentir.

— ¡Eh Jorge!
— ¿Qué?
— ¡Este está repartiendo los baldes! (no se a que se podía referir con los baldes, argot porteño de dominó supongo)

(Juegan. Alguien cierra el juego dejando a su pareja cargada de puntos.)

— La verdad es que entre la lepra y este... van de la mano. ¡Pelotudo!

(Siguen jugando)

— ¡Jorge!
— ¿Qué?
— ¡¡Llamá al médico!!

(Siguen jugando)

— ¡Jorge!
— ¿Qué?
— ¡¡¡Ya mandé a otro pa'l cementerio!!! (carcajada entre quejas de los demás)

Al salir del parque de camino a Primera Junta, hacia el Mercado del Progreso, me quedé mirando un edificio del cual colgaba una pancarta. Aquel edificio alberga, según anuncia el cartel informativo, una escuela, el liceo nº 2 y la universidad tecnológica nacional. En la pancarta se leía:
USÁ CASCO, SE CAE EL TECHO.

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