miércoles, 11 de marzo de 2009

Día de lluvia

Hace unos días, en Valencia, el cielo nos cayó sobre las cabezas. Litros y litros de agua que cayeron sin parar durante todo el día con una intensidad constante, a la que no estamos acostumbrados. Y claro, la falta de costumbre me pilló mal ataviada.

Recibí la lluvia con alegría, dispuesta a pasar un día de trabajo con la novedad de estar acompañada por el cambio climatológico. Caía creando cortina, y supuse, porque eso es lo que suele ocurrir por estas latitudes, salvo inundaciones, que en un par de horas pararía, o que seguramente el caudal se reduciría al típico chirimiri con viento. Así que agarré el paraguas que normalmente no cogería (en esta ocasión sí me pareció necesario) y me dispuse a empezar la jornada laboral. 11:00 h. De camino a la estación iba pletórica, con la cabeza alta, mirando de frente como sólo cuando llueve tengo a bien mirar —como he dicho la lluvia caía con una fuerza inusual y esto era una novedad que agradecí. La estación de metro estaba poblada de cubos y cestos plásticos con el logotipo de metrovalencia (esto sí es una constante) que mal recogían el agua que se colaba a través de las infinitas goteras de nuestra jovencísima y tan bien acabada —¿verdad oiga?— estación subterránea. El tren, encharcado en su interior, y los pasajeros sujetando a un lado su paraguas cerrado, que goteaba litros de líquido elemento. Cuando llegué a la parada de Empalme y empecé a andar de camino al colegio me percaté del primer gran error en mi atavío: llovía de lado y mi chaqueta era corta; a los dos minutos de caminar rodeada de descampados estaba completamente empapada de cintura para abajo, así que, una vez en el colegio, fue necesaria una sesión de secado de pantalones en el seca-manos de los baños, que consiguió su objetivo en el tramo que va de la cintura hasta la espinilla. Por otro lado los calcetines eran gordos y altos, "no estoy fría, genial".

13:00 h. Acabada la clase y de vuelta a Empalme para emprender camino a Russafa, seguía lloviendo con la misma intensidad, aunque en ese momento el viento había amainado, con lo que logré llegar a la estación con la ropa más o menos seca, pero, segundo gran error, debido al mayor volumen acuífero en el asfalto, los zapatos —unas botas tobilleras de piel— empezaron a sufrir el exceso de líquido. La piel, originalmente de color beig, se había transformado en un marrón oscuro plomizo, y el agua comenzaba a colarse a través suyo, doblando su peso, empapando los calcetines y, en consecuencia, mis pies; "¡y hasta las 7 de la tarde no llego a casa!". Cuando llegué a mi segundo destino del día literalmente caminaba sobre las aguas, era necesario conseguir, al menos, calcetines secos. 14:00 h. El mercado de Russafa desierto y Galerías Martín ya había cerrado. "No hay calcetines. Peris, improvisemos... ¡Ya está, bolsas de plástico!". Rafa, el dueño del bar muy amablemente me entregó dos bolsas de mercadona y con ellas me dirigí a la escuela, pedí un rollo de precinto, entré en el baño, me descalcé y descalcetiné, escurrí en la taza el cuarto de litro de agua contenido en cada uno de los mitones y me sequé los pies con toallitas de papel; los cubrí con las bolsas de plástico y me las enrollé a los tobillos con precinto. Me puse de nuevo los calcetines, sobre las bolsas, me calcé y a clase. ¡Qué espectáculo genial! a cada paso que daba dejaba tras de mi un riachuelo que nacía de los zapatos. Y aún tenía que recorrer media ciudad para llegar al tercer colegio del día. Pero ahora, al menos, los pies estaban secos

Evidentemente las bolsas no aguantaron más que hasta las 6 de la tarde y el camino de regreso a casa fue, de nuevo, una especie de paseo acuático, muy íntimo, pero la experiencia me enseñó. Al día siguiente, en la mochila, a parte de los cuadernos y las carpetas, no faltaban el paraguas, un par de calcetines, 6 bolsas de plástico y un rollo de precinto industrial. Por supuesto, no llovió, pero ahora ya he aprendido. La lluvia es buena, y si vas caliente y seca, mola mucho más.

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