viernes, 18 de abril de 2008

El violinista en el metro

Como les avancé en mi última entrada aquí les entrego el artículo que dejé apartado.

El pasado 9 de marzo Colom anotaba un post sobre los vendedores ambulantes que pueblan el metro y los autobuses de Buenos Aires (subte y colectivos en lenguaje porteño), y mira tú por donde, coincidencias de la vida, tiene mucha relación con la anécdota que pretendía contarles hoy. Así que aprovecho la coyuntura y procedo con el relato.

En agosto del 2007 me referí, muy por encima, a los vendedores ambulantes bonaerenses en esta entrada, y hace unos días, volviendo en metro del trabajo, experimenté una especie de déjà vu.

Encontrábame en mi zona del vagón preferida y, como suele ser mi costumbre, rellenando un "sudoku", cuando empezó a sonar lo que en un principio creí que era el tono de llamada de un teléfono móvil. Como también es normal en mí levante la vista un tanto enojada por el excesivo volumen, para ver de donde procedía la música, pero a mi alrededor nadie se movía en busca del aparato en cuestión, así que la bajé de nuevo hacia puzzle numérico. La música seguía sonando cuando, de repente, me di cuenta, el tema que sonaba era, y permítanme que exagere en el epíteto, espectacular para tratarse de un politono. ¡Aquello era jazz y sonaba como Dios! Dejé de nuevo el pasatiempo y cerré los ojos para escucharla con más atención hasta que finalmente, presa de curiosidad, empecé a buscar su procedencia a derecha e izquierda.

Todo hay que decirlo, soy astigmática, hipermétrope y tengo la vista cansada con lo que me costó un poco encontrar lo que buscaba, pero lo encontré. Para mi sorpresa y regocijo, justo en el muelle que divide los dos vagones del tren, lo vi. Vestido de negro, un joven de no más de 30 años, tocaba un violín amplificado. ¡Y cómo tocaba! Con qué exactitud en la ejecución y sin que el traquetreo del tren, que a los demás viajeros nos zarandeaba a un lado y otro del asiento, le afectara lo más mínimo. En cuanto terminó la pieza se colgó el violín a la espalda, y sin mediar palabra y a toda velocidad, tanta que casi no me da tiempo a atinar con el dinero en la bolsa, pasó la gorra por delante de los pasajeros, bajó del convoy y cambió de tren.

Hasta la fecha rara vez había encontrado, en Valencia, músicos de tren. Sí los encontré, obviamente, en París, en Londres, en Barcelona o Madrid, pero nunca en Valencia. También, por supuesto, los encontré en Buenos Aires, aunque allí la jungla ambulante es muchísimo más extensa y variada, los músicos comparten espacio con actores y vendedores de todo tipo de productos, desde lapiceros de colores a, como nos cuenta Colom, poesía; y mezclados, como en todas partes del mundo, con los que simplemente piden guita. Pero en Valencia no, aquí los únicos que me había encontrado eran ese último tipo de pedigüeños que piden dinero sin más: para comer, para dormir o para alimentar a su media docena de churumbeles, sin ofrecer nada a cambio, y esos, perdónenme, no me interesan en absoluto.

Aquella tarde, en el trayecto de vuelta a casa, me sentí como si estuviera en otra ciudad, incluso en otro país, lo que me lleva a pensar que tal vez, aunque de momento solo sea en apariencia, Valencia se esté convirtiendo en una ciudad cosmopolita. Y quizás, sólo quizás, esto nos permita crecer social, cultural e intelectualmente.

En lo referente a aquel músico anónimo, lo que más lamento es no haber podido disponer de los cinco euros que como mínimo merecía por su actuación, se quedó en dos y mi sincero agradecimiento por el buen rato.

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