domingo, 28 de octubre de 2007

Homenaje II: Maulet, el gato-loro, y su tocayo el perro-hamster

Contemporáneo a Moro fue Maulet, el "Gato-Loro", un felino perteneciente a la raza siamesa y sin ningún pedigrí, pero tan particular en sus maneras que bien se merece una mención en este homenaje particular.

Ver jugar a mi abuelo con Maulet era como ir al circo, pero mejor, dado que estábamos protegidos por la confortabilidad del hogar y en un gato teníamos juntos a payasos, trapecistas y números de animales amaestrados, todo en uno y casi al mismo nivel que los circos que veía por televisión y que desgraciadamente nunca pasaban por mi ciudad. El único que siempre superó y superará a Maulet fue Charlie Rivel, el pallaso triste, con su guitarra sin cuerdas, subido a una silla y aullando a la luna; bueno, a ese foco enorme y de luz blanca que lo iluminaba sólo a él y que años después supe que se denominaba "cañón".

En casa de mi abuelo habitaban, por aquel entonces, una media docena de felinos y felinas que convivían en perfecta armonía con el único can de la familia, Moro. Pero Maulet era El Gato. No recuerdo haberlo visto nunca dentro de la casa familiar, del mismo modo que nunca vi a Moro en ella. Su territorio era el jardín y en él campaba a sus anchas como Emir del harén felino que regentaba, lo que por otro lado explicaba el hecho de que siempre hubiera gatos en aquella casa. Generalmente los gatos son conocidos por su independencia y una cierta animosidad hacia los seres humanos en general, y en particular hacia los seres humanos infantes, dedicados, en su mayoría, a agarrarlos del rabo y poner en práctica las mil y una barrabasadas con ellos, bajo la atenta mirada, o no, del amo humano, y siempre bajo amenaza de recibir, además del estiramiento del apéndice trasero, un buen mamporrazo si, ante el ataque infantil, el pobre animal tenía la ocurrencia de defenderse. Pero en el caso de Maulet tanto bestias como infantes estábamos bien entrenados por el abuelo: "Es un animalito, no piensa, y si le tiras del rabo no te va a decir, oye no me tires que me duele. Él te arañará o te morderá. Además a ti no te gusta que te hagan la puñeta no?, pues a él tampoco. Si queréis jugar con Maulet esperad que el abuelo esté con vosotros y si no sólo caricias, de uno en uno y despacito." Y efectivamente, el espectáculo comenzaba a la orden del abuelo, como maestro de ceremonias, en cuanto llamaba a Maulet.

Siempre acudía al primer toque, con las orejas levantadas, bien tiesas, y los ojos como platos. Se acercaba por alguno de los caminitos que la distribución de las plantas dibujaban en el jardín y se sentaba delante de mi abuelo a esperar la consigna. "¡Sube aquí!" le decía en cuclillas, y Maulet, de un salto, llegaba a su hombro. Se acomodaba allí como si fuera un loro pirata, pero sin perder su compostura felina, sentado bien tieso sobre sus cuatro patas; era, ahora que lo recuerdo con mirada de adulta, la viva imagen de la representación de la diosa Bastet pero sentado sobre un hombro en lugar de una peana y en macho. Una vez en su sitio Maulet se dejaba acariciar. A una indicación del abuelo le rascábamos la papada uno tras otro y en perfecto orden, con sumo cuidado y siempre entre risas, esperando que comenzara a ronronear y entornar los ojos de puro placer, tras lo cual empezaría a tambalearse ligeramente, perdería el equilibrio y, abriendo los ojos de golpe y soltando un ronquido, daría el respingo necesario para no caer del sitio que todos estábamos esperando. Tras esto llegaba el momento del espectáculo de verdad. Mi abuelo hacía bajar a Maulet del hombro y colocando sus brazos en forma de arco mirando al suelo le decía: "Maulet, salta" y el gato saltaba atravesando el aro, como atraviesan los leones o los tigres circenses los aros en llamas. De nuevo le pedía "Salta" y él, saltaba, y así una y otra vez mientras los nietos aplaudíamos encantados pidiendo bises. Cuando gato y anciano empezaban a cansarse, generalmente a los 15 minutos de función, mi abuelo nos mandaba a jugar a cualquier otra parte, Maulet subía de nuevo a su hombro y los dos se alejaban por el jardín. Sentada en una de las sillas metálicas de la terracita, bajo el sol del mediodía, me gustaba verlos ir hacia el huerto, a mi abuelo Pep y a Maulet sobre su hombro; el capitán pirata y su loro juntos, yendo hacia el puerto a preparar el barco para una nueva aventura.

No recuerdo nada absolutamente de la desaparición de Maulet de escena, lo intento pero no hay nada, ni un solo recuerdo. Supongo que es uno más de los muchos sucesos que la memoria borra porque no aporta nada nuevo, útil o significativo. Lo que importa de Maulet sigue estando en el disco duro.

Años después, siendo yo una adolescente y mi abuelo un poco más anciano, le regalamos un perrillo, ni a perro llegaba el pobre, cuyo tamaño no excedía del de un hámster corpulento. Un nuevo Maulet, así lo bautizaron, y como con su tocayo anterior, la relación entre ambos, aunque menos espectacular, tenía su particularidad.

De siempre, al menos que yo recuerde, mi abuelo solía vestir pantalones y camisa, una rebeca de lana con bolsillos y boina, según decía: "para que no se me resfríen los piojos, que no tengo pelo y si no cogen frío", y además, en aquella época, sufría de cataratas en los dos ojos, cosa que lo había dejado prácticamente ciego pero que nunca le hizo perder el buen humor, al menos ante sus nietos. Cada domingo, al visitarlos, mi abuelo nos recibía llevando a Maulet en el bolsillo izquierdo de la rebeca. Desde allí asomaban la cabeza y las pezuñitas del xixet que profería una especie de ladridos seguidos, siempre, de una carcajada general, el posterior susto para el perrillo que saltaba dentro del bolsillo y la mano de mi abuelo acariciándole la cabeza para calmarlo: "Ya está, ya está, no ha pasado nada". Mi hermana pequeña varias veces le preguntó: ¿Por qué llevas a Maulet siempre en el bolsillo? a lo que mi abuelo siempre respondía: "Por que no me veo y si no va ahí lo pisaré y adiós Maulet"; y durante meses hasta que el can empezó a crecer, Pep l'Estevenet y Maulet se paseaban por la casa el segundo en el bolsillo del primero.

Creo que puedo afirmar sin miedo a equivocarme, que el perro Maulet fue el primer animal que entró y habitó en la casa familiar de mis abuelos, y también supongo que la relación de mi abuelo con Maulet fue una de las que vivió con más intensidad, o al menos así lo creí cuando supe que el día que murió mi abuelo, Maulet, hecho una fiera, impidió durante horas que nadie entrara en la habitación donde se encontraba el cuerpo de su dueño. Durante el entierro, escuchando los comentarios que se hacían respecto al perro, supe que este no había sido un caso extraordinario, había pasado con otros perros y con otros amos, pero conociendo a mi abuelo y recordando a Maulet en su bolsillo izquierdo, imaginé que todo aquel cariño y protección que mi abuelo le dio con los años, ahora se lo estaba devolviendo, protegiendo esa puerta y a su dueño de todo aquel que no llegara con las mejores intenciones y el máximo respeto.

Maulet sobrevivió a mi abuelo bastantes años con cierta melancolía en la mirada y una buena dosis de mala leche que le aumentó con la edad; supongo que porque lo echaba de menos, a mi abuelo, el que me regalaba higos y fresas del huerto y me enseñaba como se secaba el tabaco, el que me presentó a Moro e hizo que fuera mi "amigo", el que me animó a seguir con el teatro si eso era lo que me gustaba y el que me enseñó a jugar al ajedrez, con sólo 6 años, y que, a veces, incluso se dejaba ganar.

No hay comentarios: